UN LIGERO ERROR DE CÁLCULO - Ben Bova

Cuando el laboratorio obtuvo su primer contrato (del estado de California) para estudiar la polución atmosférica, los puros pensamientos de Nathan se volvieron —naturalmente— en otra dirección.

—Creo que es posible encontrar un método para predecir los terremotos —dijo Nathan al jefe del laboratorio, el viejo y bondadoso doctor Moneygrinder.

Moneygrinder miró fijamente a Nathan por encima de sus bifocales

—Muy bien, Nathan, hijo mío —dijo con entusiasmo—. Adelante; puedes intentarlo. Ya sabes que siempre me ha interesado el progreso del hombre en la comprensión de su universo.

Cuando Nathan hubo salido del suntuoso despacho del jefe, Moneygrinder alzó su panzudo cuerpecito del cómodo sillón donde estaba aposentado y se acercó a la ventana. Su despacho tenía dos ventanas: una de ellas dominaba una hermosa vista del Pacífico; la otra daba al aparcamiento, para que el jefe pudiera comprobar quién llegaba a trabajar y a qué hora.

Y detrás de ese aparcamiento, que estaba medianamente lleno de coches pasados de moda (los negocios no iban bien desde hacía varios años), entre los eucaliptos y la refrescante hierba, había una pequeña elevación de terreno notablemente recta, de una altura no superior a un metro veinte. Se extendía como un alargado escalón por detrás de toda la fachada del laboratorio, hasta más allá de la iglesia de estuco rosa abandonada en la cresta de la colina. Una pequeña elevación de tierra cubierta de hierba que era denominada la Falla de San Andreas.

Moneygrinder contemplaba a menudo la falla desde su ventana, repitiendo mentalmente lo que debía hacer cuando la tierra empezara a temblar. No era miedo, sólo prudencia. Una vez había habido un temblor mientras celebraban una reunión con el personal. Moneygrinder había saltado por la ventana, atravesado el aparcamiento, y alcanzado el otro lado de la falla (el lado oriental, o «seguro») antes de que hombres mucho más jóvenes que él se hubieran levantado de la silla. El personal habló durante meses de la asombrosa agilidad del rechoncho hombrecillo.

Justo un año después, el aparcamiento estaba ligeramente más lleno, y algunos de los coches eran nuevos. El tema de la polución empezaba a interesar, desde el desastroso smog de San Clemente. Y el laboratorio también había logrado conseguir unos cuantos contratos de las Fuerzas Aéreas… por una cantidad de dinero seis veces mayor que la obtenida por el trabajo sobre la polución.

Moneygrinder estaba recostado en el cómodo sillón de su despacho, intentando parecer interesado y reservado al mismo tiempo, cosa muy difícil de lograr, pues nunca podía seguir a Nathan cuando el matemático intentaba explicarle su trabajo.

—Azi que ez una zimple cueztión de tranzponer la progrezión —ceceaba Nathan, hablando demasiado de prisa porque estaba excitado, mientras garabateaba ecuaciones en la pizarra de color fucsia con chirriantes trazos de tiza amarilla.

—¿Lo ve? —dijo Nathan al fin, colocándose junto a la pizarra. Ésta se encontraba totalmente cubierta con sus números y símbolos casi ilegibles. Una nube de polvo amarillo flotaba a su alrededor.

—Hum… —dijo Moneygrinder—. De modo que tu conclusión…

—Eztá perfectamente clara —dijo Nathan—. Zi ze tiene una aceptable baze de datoz, no zólo ez pozible predecir cuándo y dónde ze producirá un terremoto, zino también cuál zerá su intenzidad.

Moneygrinder entrecerró los ojos.

—¿Estás seguro?

—He repazado la teoría con los geofízicos de la Ezcuela Tecnológica de California y eztán de acuerdo conmigo.

—Hum. —Moneygrinder tabaleó sobre la superficie de la mesa con sus dedos gordezuelos—. Ya sé que esto se aparta un poco de la cuestión, Nathan, pero… ah, ¿puedes realmente predecir los terremotos? ¿O no es más que teoría?

—Claro que puedo predecir loz terremotoz —dijo Nathan, sonriendo como la mula Francis—; como el del próximo juevez.

—¿El del próximo jueves?

—Zí. Habrá un gran terremoto el próximo juevez.

—¿Dónde?

—Aquí mizmo. A lo largo de la falla.

—¡No!

Nathan lanzó distraídamente al aire un trozo de tiza, pero no pudo volver a cogerla, y cayó sobre la moqueta.

Moneygrinder, ligeramente más pálido que la tiza, preguntó:

—¿Has dicho un gran terremoto?

—Uh-huh.

—¿Es que…, es que los de la Escuela Tecnológica han hecho la predicción?

—No, fui yo. Ellos no eztán de acuerdo. Dicen que tengo un factor gamma invertido en la decimocuarta serie de ecuaciones. La computadora lo está comprobando en este momento.

Algo de color volvió a las fláccidas mejillas de Moneygrinder.

—Oh…, oh, comprendo. Bueno, notifícame el resultado de la computadora.

—Desde luego.

A la mañana siguiente, mientras Moneygrinder contemplaba la llegada de los coches a través de los visillos que cubrían la ventana de su despacho, sonó el teléfono. Sabía que su secretaria había trasnochado y que aún no había llegado. Frunciendo el ceño, Moneygrinder se aproximó a la mesa y contestó personalmente el teléfono.

Era Nathan.

—La computadora está de acuerdo con los muchachos de la Escuela Tecnológica, pero yo creo que la programación no es correcta. No se puede confiar ciegamente en las computadoras; no son mejores que las personas encargadas de ellas.

—Comprendo —repuso Moneygrinder—. Bueno, sigue adelante con las comprobaciones.

Sonrió con ironía al colgar el aparato.

¡El bueno de Nathan! Inmejorable como teórico, pero inútil en el mundo real.

Sin embargo, cuando su secretaria apareció y le trajo su café y pastilla matinales y le mordisqueó la oreja, comentó pensativamente:

—Quizá debiera hablar con esos banqueros de Nueva York.

—Pero si dijiste que no necesitarías su dinero ahora que este asunto está cobrando interés —ronroneó ella.

Él asintió blandamente.

—Sí, pero de todos modos… arréglame una entrevista con ellos para el próximo jueves. Me iré el miércoles por la tarde y me quedaré el fin de semana en Nueva York.

Ella le miró fijamente.

—Pero tú me dijiste que iríamos…

—Ya lo sé, ya lo sé…, pero los negocios van primero. Puedes coger el avión de la noche del viernes y esperarme en el hotel.

Sonriendo, ella contestó:

—Sí, cariño.

Matt Climber acababa de llegar de un almuerzo en el Pentágono cuando recibió la llamada telefónica de Nathan.

Climber había trabajado para Nathan hacía varios años. Empezó como programador de computadoras, ayudante de Nathan. Al cabo de dos años se había convertido en jefe de sección, y supervisor directo de Nathan. (Sólo nominalmente. Nadie podía mandar a Nathan; él trabajaba independientemente.) Cuando Moneygrinder se dio cuenta de que Climber aspiraba a ocupar su propio puesto, el jefe del laboratorio proporcionó a su joven ayudante un empleo administrativo en Washington. Una buena experiencia para un ejecutivo que promete.

—Hola, Nathan, ¿cómo va el trabajo de investigación? —dijo Climber mientras consultaba su agenda de entrevistas. Tenía dos conferencias y dos reuniones de personal aquella misma tarde.

—Espera, espera, no tan de prisa —dijo Climber, con acento amistoso, pero expresión sombría—. Ya sabes que nadie puede entenderte cuando hablas a esta velocidad.

Treinta minutos más tarde, Climber estaba retrepado en su sillón, con los pies encima de la mesa, la corbata floja, el cuello de la camisa abierto y las dos primeras reuniones de su lista tachadas.

—A ver si lo he entendido bien, Nathan —dijo, asiendo el receptor con fuerza—. Predices un gran terremoto a lo largo de la falla de San Andreas para el próximo jueves por la tarde a las dos y media, hora del Pacífico. Pero los de la Escuela Tecnológica y tu propia computadora no están de acuerdo contigo.

Al cabo de otros diez minutos, Climber dijo:

—Sí, sí…, claro que me acuerdo de que a veces nos equivocábamos en la programación. Pero tú también cometías errores. Está bien, está bien…, te diré lo que vamos a hacer, Nathan; sigue verificando las cifras. Si llegas a la conclusión de que la computadora está equivocada y tú no, llámame inmediatamente. Me pondré en contacto con el mismo presidente, si es necesario. ¿De acuerdo? Estupendo. No dejes de telefonearme.

Colgó bruscamente el auricular y puso los pies en el suelo, con la misma expresión de inquietud.

El viejo ha perdido un tornillo, se dijo Climber. El próximo jueves. ¡Ja! El próximo jueves. Hummm…

Hojeó apresuradamente la agenda. Tenía una reunión con los de la Boeing el jueves siguiente.

Si hay un gran terremoto, toda la maldita costa occidental se hundirá en el Pacífico. Vamos a ver…, no seas tonto. Nathan está loco, eso es todo. Sin embargo…, no sé si la falla llega tan al norte.

Se inclinó sobre la mesa y apretó el botón del interfono.

—¿Sí, señor Climber? —contestó la voz de su secretaria.

—Esa conferencia con los de la Boeing sobre transportes de estratorreactor hipersónico del próximo jueves —empezó Climber, titubeando un momento. Pero, con total decisión, ordenó—: Cancélela.

Nathan French no era aficionado a la bebida, pero el martes de la siguiente semana fue directamente del laboratorio a un pequeño bar que estaba asentado sobre un saliente rocoso que dominaba el océano.

Estaba extrañamente desierto aquel martes por la tarde; de modo que Nathan acaparó la completa atención del preocupado camarero y la prostituta recién pintada que trabajaba durante aquel primer turno con un vestido de cóctel exageradamente corto y rociada de penetrante perfume.

—Vaya desastre, el negocio nunca había ido tan mal como ayer y hoy —gruñó el camarero. Se agitaba de un lado a otro de la barra, sin nada que hacer. El único vaso sucio de todo el establecimiento era el de Nathan, y él lo tenía agarrado porque le gustaba masticar los cubos de hielo.

—Sí —convino la chica—. A este paso, volveré a ser virgen a final de semana.

Nathan no dijo nada. Tenía la boca llena de cubos de hielo, que masticaba con distraída cacofonía. Seguía intentando descubrir por qué él y la computadora no coincidían acerca de la decimocuarta serie de ecuaciones. Todo lo demás encajaba a la perfección: la hora, el lugar, la intensidad según la escala de Richter. Pero el vector, el valor direccional…, alguien seguía interpretando mal sus instrucciones para la programación. Era la única explicación posible.

—La bolsa de valores está por los suelos —dijo tétricamente el camarero—. Mi agente dice que la Boeing va a poner de patitas en la calle a la mitad del personal. El transporte estratorreactor que iban a construir está paralizado. Y el laboratorio de la colina pasará a manos de algunos bancos de la Costa Este. —Meneó la cabeza lentamente.

La muchacha, sentada junto a Nathan con los codos sobre la barra y el sostén relleno de goma espuma claramente perfilado, le sonrió y le dijo:

—Oye, ¿qué te parece si…, muchacho? Sólo para que no me olvide de cómo hacerlo, ¿eh?

Con un último mordisco al último cubo de hielo, Nathan dijo:

—Oh, discúlpeme, tengo que verificar el programa de la computadora.

Por la mañana del jueves, Nathan estaba verdaderamente preocupado. No sólo la computadora seguía insistiendo en que él se había equivocado en la ecuación decimocuarta, sino que ninguno de los programadores se había presentado a trabajar. Evidentemente, uno de ellos —quizá todos ellos— había saboteado su programa. Pero ¿por qué?

Recorrió a grandes zancadas todos los pasillos del laboratorio en busca de algún programador, cualquiera…, pero el laboratorio estaba prácticamente vacío. Sólo un puñado de personas había acudido a trabajar, y tras una hora aproximada de conversaciones a media voz en la cafetería, empezaron a desfilar hacia el aparcamiento, donde subieron a sus coches y se alejaron.

Dio la casualidad de que Nathan iba por un pasillo cuando uno de los físicos investigadores —uno nuevo, perteneciente a un departamento con el que Nathan nunca trataba— chocó con él.

—Oh, perdone —dijo apresuradamente el físico, haciendo ademán de dirigirse a la puerta que había al final del corredor.

—Espere un momento —dijo Nathan, asiéndole por un brazo—. ¿Sabe programar una computadora?

—Uh, no, no sé.

—¿Dónde se ha metido hoy la gente? —se preguntó Nathan en voz alta, sin soltar el brazo del hombre—. ¿Es que es una fiesta nacional?

—Pero, hombre, ¿no se ha enterado? —preguntó el físico, con ojos saltones—. Habrá un terremoto esta misma tarde. ¡Todo el estado de California se hundirá en el mar!

—Ah, es eso.

Desasiéndose, el físico siguió pasillo abajo. Al llegar a la puerta, gritó por encima del hombro:

—¡Salga de aquí ahora que aún puede! ¡Hacia el este de la falla! ¡Las carreteras se están llenando muy de prisa!

Nathan frunció el ceño.

—Aún queda una hora o más —se dijo—. Y sigo creyendo que la computadora se equivoca. Me pregunto cuáles serían los efectos de la marea en el océano Pacífico si todo el estado se hundiera en el océano.

Nathan no se dio realmente cuenta de que estaba hablando consigo mismo. No había nadie más con quien hablar.

Excepto la computadora.

Estaba sentado en el cuarto de la computadora, absorto todavía en las tercas ecuaciones, cuando empezó el ruido. Al principio fue apenas audible, como un trueno muy distante. Después la habitación empezó a temblar y el ruido aumentó de intensidad.

Nathan consultó su reloj de pulsera: las dos y treinta y dos.

—¡Lo sabía! —dijo alegremente a la computadora—. ¿Lo ves? Apuesto cualquier cosa a que el resto también está correcto; incluyendo la ecuación decimocuarta.

Andar por el pasillo era como ir por el corredor de un barco azotado por la tormenta. El suelo y las paredes se balanceaban violentamente. Nathan consiguió mantenerse en pie, a pesar de algún que otro tropezón.

No se le ocurrió que podía morir hasta que salió al exterior. El cielo estaba oscuro, el suelo se movía, y el ruido le ensordeció. Un fuerte viento levantaba polvo por todas partes, añadiendo su estridente furia al torturado lamento de la tierra.

Nathan no podía ver a un metro y medio por delante de él. Zarandeado por el viento y con los ojos llenos de polvo, no sabía en qué dirección avanzar. Sabía que el otro lado de la falla significaba la salvación, pero ¿dónde estaba?

Entonces se produjo un relámpago bíblico y el último rugido, estridente, chirriante y atronador. Una tremenda onda de choque lanzó al suelo a Nathan, y perdió el conocimiento. Su último pensamiento fue: «Yo tenía razón y la computadora estaba equivocada.»

Cuando se despertó, el sol brillaba débilmente a través de una neblina gris. El viento había amainado. Todo estaba insólitamente silencioso.

Nathan se puso trabajosamente en pie y miró a su alrededor. El edificio del laboratorio aún seguía allí. Él estaba en medio del aparcamiento; el único coche a la vista era el suyo, cubierto de polvo.

Más allá del aparcamiento, donde habían estado los eucaliptos, se veía el borde de un acantilado, donde rocas aún humeantes y tierra virgen se derrumbaban hacia el mar espumeante.

Nathan se acercó tambaleándose al borde del acantilado y miró al mar, hacia el este. De algún modo se dio cuenta de que la tierra más cercana era Europa.

—Maldita sea —dijo con desacostumbrada vehemencia—. La computadora tenía razón, después de todo.